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  Boaventura de Sousa-2 28-04-2025 12:45 (UTC)
   
 

Nuestra América: reinventando un paradigma
[Fragmentos]

BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS

El siglo europeo-americano

Según Hegel, la historia universal transcurre de Oriente a Occidente. Asia es el principio, mientras Europa es el fin último de la    historia universal, el sitio donde culmina la trayectoria civilizatoria de la humanidad. La idea bíblica y medieval de la sucesión de los imperios (translatio imperii), en Hegel se torna la forma triunfal de la Idea Universal. En cada era, un pueblo asume la responsabilidad de conducir la Idea Universal, convirtiéndose así en el pueblo universal histórico, un privilegio que por turnos ha pasado de los pueblos asiáticos a los griegos, luego a los romanos y, finalmente, a los germanos. América, o más bien Norteamérica, conlleva para Hegel un futuro ambiguo, en tanto no choque con el cumplimiento último de la historia universal en Europa. El futuro de (Norte)América es aún un futuro europeo, conformado por las sobras de la población europea.

Esta idea hegeliana subyace en la concepción dominante de que el siglo xx fue el siglo americano: el siglo europeo-americano. Implícita queda la noción de que la americanización del mundo, empezando por la americanización de Europa misma, no es sino un efecto del ardid universal de la razón, propio de Europa, que al llegar al Extremo Occidente, y sin reconciliarse con el exilio al que Hegel lo ha condenado, es forzado a desandar sobre sus huellas y de nuevo trazar el camino de su hegemonía sobre Oriente. La americanización, como forma hegemónica de globalización, es entonces el tercer acto del drama milenario de la supremacía occidental. El primero, en gran medida un acto fallido, fueron las Cruzadas, que dieron inicio al segundo milenio de la era cristiana; el segundo, iniciado a mitad del segundo milenio, fueron los descubrimientos y la subsecuente expansión europea. En esta concepción milenarista, el siglo europeo-americano conlleva poca novedad; no es sino otro siglo europeo, el último del milenio. Después de todo, Europa ha contenido siempre muchas Europas, algunas dominantes, otras dominadas. Los Estados Unidos de América son la última Europa dominante; como las previas, ejerce su poder incuestionado sobre las Europas dominadas. Los señores feudales de la Europa del siglo xi desearon y tuvieron tan poca autonomía respecto del papa Urbano II, aquel que los reclutó para las Cruzadas, como los países de la Unión Europea actuales tienen respecto de los Estados Unidos [...], que los reclutan para las guerras balcánicas.1 De un episodio al otro, lo único que se ha restringido es la concepción imperante del Occidente dominante. Mientras más restringida es la concepción de lo que es Occidente, más cerca queda Oriente. Jerusalén es ahora Kosovo.

Bajo estas condiciones es difícil imaginar alternativa alguna al régimen actual de relaciones internacionales que se ha vuelto un elemento central de lo que llamo globalización hegemónica. No obstante, tal alternativa no es sólo necesaria sino urgente, dado que el régimen actual se torna más violento e impredecible conforme pierde coherencia, agravando así la vulnerabilidad de los grupos sociales, las regiones o las naciones subordinados. El peligro real, que ocurre tanto en las relaciones intranacionales como en las internacionales, es la emergencia de lo que llamo fascismo societario. Al huir de Alemania pocos meses antes de su muerte, Walter Benjamin escribió sus Tesis sobre la teoría de la Historia, impulsado por la idea de que la sociedad europea vivía entonces un momento de peligro. Pienso que hoy vi-vimos también un momento así. En tiempos de Benjamin el peligro era el surgimiento del fascismo como régimen político. En nuestro tiempo, el peligro es el surgimiento del fascismo como régimen societario. A diferencia del fascismo político, el fascismo societario es pluralista, coexiste con facilidad con el Estado democrático y su tiempo-espacio preferido, en vez de ser nacional, es a la vez local y global.

El fascismo societario está formado por una serie de procesos sociales mediante los cuales grandes segmentos de la población son expulsados o mantenidos irreversiblemente fuera de cualquier tipo de contrato social.2 Son rechazados, excluidos y arrojados a una suerte de estado de naturaleza hobbesiana, sea porque nunca han formado parte de contrato social alguno y probablemente nunca lo hagan (me refiero a los descastados precontractuales de cualquier parte del mundo y el mejor ejemplo es tal vez la juventud de los guetos urbanos), o porque fueron excluidos o expulsados de algún contrato social del que eran parte (éstos son los desclasados poscontractuales, los millones de obreros del posfordismo, los campesinos después del colapso de los proyectos de reforma agraria u otros proyectos de desarrollo).

En tanto régimen societario, el fascismo se manifiesta como el colapso de las más triviales expectativas de la gente que vive bajo su dominio. Lo que llamamos sociedad es un manojo de expectativas estabilizadas, que van de los horarios del Metro al salario a fin de mes, o un empleo al terminar la educación superior. Las expectativas se estabilizan mediante una serie de escalas y equivalencias compartidas: a un trabajo dado le corresponde una paga dada, a un crimen particular le corresponde un castigo particular, para un riesgo hay un seguro previsto. La gente que vive en un fascismo societario está privada de estas escalas y equivalencias compartidas y, por ello, no tiene expectativas estabilizadas. Vive en un constante caos de expectativas donde los actos más triviales se empatan con las más dramáticas consecuencias. Afrontan muchos riesgos sin seguridad alguna. Gualdino Jesús, un pataxó del nordeste brasileño, simboliza la naturaleza de tales riesgos. Había llegado a Brasilia a participar en la marcha de los Sin Tierra. La noche era tibia y decidió dormir en una banca, en la parada del autobús. En las primeras horas de la mañana fue asesinado por tres jóvenes de clase media; uno, hijo de un juez; otro, de un oficial del Ejército. Cuando los jóvenes confesaron a la policía, dijeron que mataron al indígena por divertirse. «Ni siquiera sabían que era un indio, suponiendo que era un vagabundo sin hogar.» El hecho se menciona aquí como una parábola de lo que llamo fascismo societario.

La expansión del fascismo societario es entonces un futuro factible. Existen muchos signos de que esta posibilidad es real. Si se permite que la lógica del mercado se desparrame de la economía a todos los campos de la vida social y se convierta en el único criterio para establecer interacciones sociales y políticas, la sociedad se tornará ingobernable y éticamente repugnante. El resultado será que cualquier orden que se logre será de tipo fascista, como ya lo predijeran hace décadas Schumpeter y Polanyi.3

Sin embargo, es importante no perder de vista, como mi ejemplo muestra, que no es el Estado el que puede tornarse fascista, sino las relaciones sociales –locales, nacionales e internacionales–. Este desfasamiento en las relaciones sociales, entre inclusión y exclusión, se ha profundizado tanto que se torna más y más espacial: los incluidos viven en áreas civilizadas, los excluidos en áreas salvajes. Se levantan barreras entre ellos (condominios cerrados, comunidades cercadas). Por ser potencialmente ingobernables, en las zonas salvajes el Estado democrático se ha legitimado democráticamente para actuar de un modo fascista. Es más probable que esto ocurra mientras menos se revise el consenso que mantiene a este Estado débil. Hoy queda más claro que sólo un Estado democrático fuerte puede expresar eficazmente sus propias debilidades, y que sólo un Estado democrático fuerte puede promover la emergencia de una fuerte sociedad civil. De otra manera, una vez cumplido el ajuste estructural, en lugar de confrontarnos con un Estado débil lo haremos con mafias fuertes, como ocurre ahora en el caso de Rusia.

Argumento entonces que la alternativa a la expansión de un fascismo societario es construir una nueva pauta de relaciones locales, nacionales y transnacionales basada en el principio de la redistribución (equidad) y en el del reconocimiento (diferencia). En un mundo globalizado, tales relaciones deben emerger como globalizaciones contrahegemónicas. La pauta que las sustente debe ser mucho más amplia que una serie de instituciones. Dicha pauta conduce a una cultura política transnacional encarnada en nuevas formas de socialidad y subjetividad. A fin de cuentas, implica una nueva ley «natural» revolucionaria, tan revolucionaria como lo fueron las concepciones de la ley natural en el siglo xvii. Por razones que trataré de aclarar, a esta ley «natural» la denomino ley cosmopolita barroca.

En los márgenes del siglo europeo-americano, arguyo, emergió otro siglo, uno en verdad nuevo y americano. Yo le llamo el siglo americano de Nuestra América. Mientras el primero entraña una globalización hegemónica, este último contiene en sí mismo el potencial para globalizaciones contrahegemónicas. Debido a que este potencial yace en el futuro, el siglo de Nuestra América bien puede ser el nombre del siglo que comienza.

En la primera sección de este texto explico lo que entiendo por globalización, y en particular globalización contrahegemónica. Luego especifico con algún detalle los rasgos más sobresalientes de la idea de Nuestra América tal como fue concebida en el espejo del siglo europeo-americano.4 En las últimas secciones trato de mostrar por qué este potencial emancipador y contrahegemónico de Nuestra América está lejos de haberse materializado y cómo puede llevarse a la práctica en el siglo xxi. Finalmente, identifico cinco áreas, todas ellas profundamente incrustadas en la experiencia secular de Nuestra América, las cuales, desde mi punto de vista, serán los principales terrenos de disputa en la lucha entre las globalizaciones –hegemónica y contrahegemónica–, que conformarán el espacio para que surja una nueva cultura política transnacional, y para la ley «natural» barroca que la legitime. En cada uno de estos terrenos, el potencial emancipador de las luchas obtiene su premisa de la idea de que una política de la redistribución no puede conducirse con éxito sin una política del reconocimiento, y viceversa.

Las globalizaciones contrahegemónicas

Antes de proceder, debo aclarar lo que quiero significar con globalización hegemónica y contrahegemónica. La mayoría de los autores conciben sólo una forma de globalización y rechazan la distinción entre globalización hegemónica y globalizaciones contrahegemónicas.5 Si la globalización se concibe como una sola, la resistencia a ella por parte de las víctimas –concediendo que sea posible que resistan– sólo puede asumir la forma de la localización. Jerry Mander, por ejemplo, habla de «la viabilidad de economías diversificadas y localizadas, de escala más pequeña, enganchadas a las fuerzas externas pero no dominadas por ellas».6 Douthwaite afirma que dado que una insustentabilidad local no puede cancelar sustentabilidades locales en otra parte, un mundo sustentable consistiría en un número de territorios, cada uno sustentable independientemente de los otros. En otras palabras, en vez de una economía global que dañara a todo el mundo hasta el colapso, un mundo sustentable podría contener una plétora de economías regionales (subnacionales) que produjeran todo lo esencial para vivir de los recursos de sus territorios, y que fueran, como tal, independientes unas de otras.7 

Desde este punto de vista, el viraje a lo local es obligado. Es la única manera de garantizar la sustentabilidad.

Parto de la presuposición de que lo que llamamos globalización consiste en series de relaciones sociales; conforme estas series de relaciones sociales cambian, también lo hace la globalización. En sentido estricto, no existe una entidad aislada llamada globalización; hay, más bien, globalizaciones, y deberíamos usar el término únicamente en plural. Por otra parte, si las globalizaciones son paquetes de relaciones sociales, éstos tienden a implicar conflictos; de ahí la idea de los vencedores y los derrotados. Con más frecuencia de lo que parece, el discurso de la globalización es el recuento de los vencedores en su propia versión. En ésta, su victoria es aparentemente tan absoluta que los vencidos terminan desapareciendo del cuadro por completo.

Y aquí mi definición de globalización: el proceso por el cual una condición o entidad local dada logra extender su alcance por todo el globo y, al hacerlo, desarrolla la capacidad de designar como local a alguna entidad o condición social rival.

Las implicaciones más importantes de esta definición son, primero, que en las condiciones del sistema-mundo capitalista occidental no existe una globalización genuina. Eso que llamamos globalización es siempre la globalización exitosa de un localismo dado. En otras palabras, no existe condición global alguna para la que no podamos hallar una raíz local, un fondo cultural específico. La segunda implicación es que la globalización entraña localización, esto es, la localización es la glo-balización de los derrotados. De hecho, vivimos en un mundo de localización, tanto como vivimos un mundo de globalización. Sería igualmente correcto en términos analíticos que definiéramos la situación actual de nuestros tópicos de investigación en términos de localización y no de globalización. La razón por la que preferimos este último término tiene que ver con que el discurso científico hegemónico tiende a preferir el relato del mundo según lo cuentan los vencedores. Para dar cuenta de las relaciones de poder asimétricas en el interior de lo que llamamos globalización, he sugerido que distingamos cuatro modos de producirla: localismos globalizados, globalismos localizados, cosmopolitismo y herencia común de la humanidad.8 Según esta concepción, los primeros dos modos abarcan lo que llamo globalización hegemónica: surgen de las fuerzas del capitalismo global y se caracterizan por la naturaleza radical de la integración global que posibilitan, sea por exclusión o por inclusión. Los excluidos –países o pueblos, incluso continentes como África– están integrados a la economía global por las formas específicas en que son excluidos de ésta. Esto explica por qué hay tanto en común, más de lo que estamos dispuestos a admitir, entre los millones de personas que viven en las calles, en los guetos urbanos, en las reservas, en los campos de la muerte de Urabá o Burundi, en los Andes o en la frontera amazónica, en los campos de refugiados, en los territorios ocupados o en los «talleres de sudor» que utilizan a millones de niños como trabajadores cautivos.

Las otras dos formas de globalización –el cosmopolitismo y la herencia común de la humanidad– son lo que llamo globalizaciones contrahegemónicas. Por todo el mundo los procesos hegemónicos de exclusión encuentran diferentes formas de resistencia –iniciativas de base, organizaciones locales, movimientos populares, redes transnacionales de solidaridad, nuevas formas de internacionalismo obrero– que intentan contrarrestar la exclusión social abriendo espacios para la participación democrática y la construcción comunitaria, ofreciendo alternativas a las formas dominantes de desarrollo y conocimiento; en suma, en favor de la inclusión social. Estos vínculos locales/globales y el activismo transfronterizo constituyen un nuevo movimiento democrático transnacional. A partir de las manifestaciones en Seattle en noviembre de 1999 contra la Organización Mundial de Comercio y las de Praga en septiembre de 2000 contra el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, este movimiento se está convirtiendo en un nuevo componente de la política internacional y, de manera más general, es parte de una nueva cultura política progresista. Las nuevas redes de solidaridad local-global se enfocan en una amplia variedad de asuntos: derechos humanos, medio ambiente, discriminación étnica y sexual, biodiversidad, normas laborales, sistemas de protección alternativa, derechos indígenas, etcétera.9

Este nuevo «activismo más allá de las fronteras» constituye un paradigma emergente que, siguiendo a Ulrich Beck, podríamos denominar una subpolítica emancipadora transnacional, el Geist político de las globalizaciones contrahegemónicas. La credibilidad de tal subpolítica transnacional está aún por establecerse y su sustentabilidad continúa siendo una cuestión abierta. Si medimos su influencia y su éxito a la luz de los cuatro siguientes niveles –creación de tópicos y establecimiento de un programa, cambios en la retórica de quienes deciden, cambios institucionales, impacto efectivo en políticas concretas–, existe fuerte evidencia para afirmar que ha tenido éxito en confrontar la glo-balización hegemónica en los dos primeros niveles de influencia. Está por verse cuánto éxito puede tener, y en cuánto tiempo, en los dos últimos niveles de influencia, que son más demandantes.

Para los propósitos de mi argumentación, hay que resaltar dos características de la subpolítica transnacional. La primera, positiva, es que, a diferencia de los modernos paradigmas occidentales de transformación social progresista (la revolución, el socialismo, la socialdemocracia), la subpolítica transnacional está por igual involucrada con la política de la equidad (redistribución) y con la política de la diferencia (reconocimiento). Esto no significa que estas dos clases de políticas estén presentes por igual en diferentes clases de luchas, campañas o movimientos. Algunas luchas privilegian una política de la equidad. Éste es el caso de las campañas contra los «talleres de sudor» o los nuevos movimientos de internacionalismo laboral. Otras luchas, por el contrario, pueden privilegiar una política de la diferencia, como son las campañas contra el racismo y la xenofobia en Europa o algunos movimientos por derechos indígenas, aborígenes o tribales en Latinoamérica, Australia, Nueva Zelanda e India. Otras luchas más pueden explícitamente combinar la política de la equidad con la política de la diferencia. Tal es el caso de algunas campañas contra el racismo y la xenofobia en Europa, los movimientos de mujeres en todo el mundo, las campañas en contra del saqueo de la biodiversidad (o biopiratería), casi todas ellas localizadas en territorios indígenas, y la mayoría de los movimientos indígenas. La articulación entre reconocimiento y redistribución se torna aún más visible cuando contemplamos estos movimientos, iniciativas y campañas como una nueva constelación de significados emancipadores políticos y culturales en un mundo globalizado de manera dispareja. Hasta el momento, tales significados no conllevan una autorreflexión. Uno de los propósitos de este trabajo es apuntar un posible camino hacia este fin.

La otra característica de la subpolítica transnacional es negativa. Hasta ahora, las teorías de la separación han prevalecido sobre las teorías que pregonan la unión entre la gran variedad de movimientos, campañas e iniciativas existentes. De hecho, lo verdaderamente global es sólo la lógica de la globalización hegemónica, que fija un equilibrio que mantiene tales movimientos separados y mutuamente ininteligibles. Por ello, la noción de una globalización contrahegemónica tiene un fuerte componente utópico y su significado pleno puede asirse sólo mediante procedimientos indirectos. Yo distingo tres procedimientos principales: la sociología de las ausencias, la teoría de la traducción y la puesta en práctica de nuevos Manifiestos.

La sociología de las ausencias es el procedimiento por el cual aquello que no existe, o cuya existencia es socialmente inasible o inexpresable, se concibe como el resultado activo de un proceso social dado. La sociología de las ausencias inventa o devela cualquier condición, experimento, iniciativa o concepción política y social suprimida con éxito por las formas hegemónicas de la globalización, o aquellas que no se ha permitido que existan ni sean pronunciables como necesidad o aspiración. En el caso específico de la globalización contrahegemónica, la sociología de las ausencias es el procedimiento mediante el cual puede rearmarse el carácter incompleto de una lucha antihegemónica o la ineficacia de la resistencia local en un mundo globalizado. Dicho carácter incompleto y tal ineficacia se derivan de los vínculos ausentes (suprimidos, inimaginados, desacreditados) que podrían conectar tales luchas con otras en algún otro lugar del mundo, lo que fortalecería su potencial para construir alternativas contrahegemónicas creíbles. A mayor precisión de esta sociología de las ausencias, mayor claridad habrá en la percepción de una ineficacia o un carácter incompleto. De todas maneras, aquello universal o global construido por la sociología de las ausencias, lejos de negar o eliminar lo particular o local, los alienta a mirar más allá como condición para una resistencia exitosa y para generar alternativas posibles.

La noción de que la experiencia social está formada por inexperiencia social es nodal para la sociología de las ausencias. Ésta es tabú para las clases dominantes que promueven la globalización hegemónica capitalista y su paradigma cultural legitimador: por un lado, la modernidad eurocéntrica o lo que Scott Lash llama alta modernidad;10 por el otro, lo que yo llamo posmodernidad celebratoria.11 Las clases dominantes siempre tienden a dar por hecho que, en su experiencia particular, sufren las consecuencias de la ignorancia, la vileza o la peligrosidad de las clases dominadas. Lejos de su consideración, en verdad ausente, está su propia inexperiencia de lo que representan el sufrimiento, la muerte y el pillaje impuestos como experiencia a las clases, grupos y pueblos oprimidos.12 Para estos últimos, sin embargo, es crucial incorporar a su experiencia la inexperiencia de los opresores en torno al sufrimiento, la humillación y explotación que les imponen. La sociología de las ausencias confiere a las luchas contrahegemónicas un cosmopolitismo, es decir, una apertura hacia los otros y un conocimiento más amplio. Éste es el tipo de saber que Roberto Fernández Retamar tiene presente cuando asegura: «Sólo hay un tipo de persona que realmente conoce a plenitud la literatura de Europa: el colonial.»13

Para generar tal apertura, es necesario recurrir a un segundo procedimiento: la teoría de la traducción. Una lucha particular o local dada (por ejemplo, una lucha indígena o feminista) sólo reconoce a otra (digamos, una lucha obrera o ambiental) en la medida en que ambas pierden algo de su particularismo o localismo. Esto ocurre cuando se crea una inteligibilidad mutua entre tales luchas. La inteligibilidad mutua es un prerrequisito para lo que denomino autorreflexión interna, una que combine la política de la equidad con la política de la diferencia entre movimientos, iniciativas, campañas y redes. Esta ausencia de autorreflexión es lo que permite que prevalezcan las teorías de la separación sobre las teorías de la unión. Algunos movimientos, iniciativas y campañas se agrupan en torno al principio de la equidad; otros, en torno al principio de la diferencia. La teoría de la traducción es el procedimiento que permite una inteligibilidad mutua. A diferencia de la teoría de la acción transformadora, la teoría de la traducción mantiene intacta la autonomía de las luchas como su condición, ya que sólo lo diferente puede traducirse. Hacerse mutuamente inteligibles significa identificar lo que une y es común a las entidades que se hallan separadas por sus diferencias recíprocas. La teoría de la traducción permite identificar el terreno común que subyace a una lucha indígena, a una lucha feminista, a una lucha ecológica, etc., sin cancelar nada de la autonomía o la diferencia que les da sustento.

Una vez identificado, lo que une y es común a diferentes luchas antihegemónicas se convierte en un principio de acción en la medida en que se identifica como la solución al carácter incompleto y a la ineficacia de las luchas que permanecen confinadas a su particularismo o localismo. Este paso ocurre al poner en práctica nuevos Manifiestos. Es decir, planes de acción detallados de alianzas que son posibles porque se basan en denominadores comunes, y que movilizan ya que arrojan una suma positiva, porque confieren ventajas específicas a todos los que participan en ellas de acuerdo con su grado de participación.

Así concebidas, la subpolítica emancipadora o la globalización contrahegemónica entrañan condiciones demandantes. Es de esperar un equilibrio tenso y dinámico entre diferencia y equidad, entre identidad y solidaridad, entre autonomía y cooperación, entre reconocimiento y redistribución. El éxito de los procedimientos arriba mencionados depende, por tanto, de factores culturales, políticos y económicos. En los 80, «el turno de lo cultural» contribuyó decisivamente a resaltar los polos de las diferencias, la identidad, la autonomía y el reconocimiento, pero con frecuencia lo hizo en forma culturalista, es decir, minimizando los factores económicos y políticos. Así, no se consideraban los polos de la equidad, la solidaridad, la cooperación y la redistribución. En el inicio de un nuevo siglo, después de casi veinte años de una fiera globalización neoliberal, debe recobrarse el balance entre estos polos. Desde la perspectiva de una posmodernidad de oposición, es central la idea de que no puede haber reconocimiento sin redistribución.14 Quizá la mejor manera de formular esta idea sea recurrir a un dispositivo modernista, la noción de un metaderecho fundamental: el derecho a tener derechos. Tenemos el derecho a ser iguales siempre que las diferencias nos disminuyan; tenemos el derecho a ser diferentes siempre que la igualdad nos reste características. He aquí un híbrido normativo: es modernista porque se basa en un universalismo abstracto, pero está formulado de tal forma que sancione una oposición posmoderna basada tanto en la redistribución como en el reconocimiento.

Como lo he expresado, las nuevas constelaciones de significado que trabajan en el interior de la subpolítica emancipadora transnacional no han alcanzado aún su momento de autorreflexión. Es crucial que este momento ocurra si ha de reinventarse la cultura política de los nuevos siglo y milenio. La única forma de alentar su emergencia es excavando en las ruinas de las tradiciones marginadas, suprimidas o silenciadas sobre las que la modernidad eurocéntrica construyó su propia supremacía. Son, sin duda, «otra modernidad».15

A mi entender, el siglo americano de Nuestra América es el que mejor ha formulado la idea de una emancipación social basada en el metaderecho de tener derechos y en el equilibrio dinámico entre reconocimiento y redistribución que éste presupone. También ha mostrado, dramáticamente, la dificultad de construir, sobre esa base, prácticas emancipadoras trascendentes.

El siglo americano de Nuestra América

«Nuestra América» es el título de un breve ensayo de José Martí, publicado en La Revista Ilustrada de Nueva York el primero de enero de 1891. En este artículo, excelente resumen del pensamiento martiano presente en varios periódicos latinoamericanos de su tiempo, Martí expresó una serie de ideas que creo dieron sustento al siglo americano de Nuestra América, una serie de ideas que otros –como Mariátegui y Oswald de Andrade, Fernando Ortiz y Darcy Ribeiro– han continuado.

Las ideas principales de este programa son las siguientes. Primero, Nuestra América se halla en las antípodas de la América europea. Es la América mestiza fundada por el cruzamiento, a veces violento, de mucha sangre europea, india y africana. Es la América capaz de sondear profundamente en sus propias raíces para después edificar un conocimiento y un gobierno que no fueran importación, y que estuvieran adecuados a su realidad. Sus raíces más profundas se hallan en las luchas de los pueblos amerindios contra los invasores; es ahí donde están los verdaderos precursores de los in-dependentistas latinoamericanos.16 Se pregunta Martí: «¿No es acaso evidente que América fue paralizada por el mismo golpe que paralizó a los indios?» Y se responde: «Y hasta que no se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América.» Aunque en «Nuestra América»Martí aborda principalmente el racismo antiindio, en otro pasaje se refiere también a los negros: «Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro. [...] De racistas serían igualmente culpables: el racista blanco y el racista negro.»17

La segunda idea en torno a Nuestra América es que en sus raíces mezcladas reside su infinita complejidad, su nueva forma de universalismo que enriqueció al mundo. Dice Martí: «No hay odio de razas, porque no hay razas.»18 En esta frase reverbera el mismo liberalismo radical que había animado a Simón Bolívar a proclamar que la América Latina era «una pequeña humanidad», una «humanidad en miniatura». Esta suerte de universalismo ubicado y contextualizado habría de convertirse en una de las consignas más perdurables de Nuestra América.

En 1928, el poeta brasileño Oswald de Andrade publicó el Manifiesto antropófago. Por antropofagia entendía la capacidad americana para devorar todo lo ajeno e incorporarlo para crear así una identidad compleja, una nueva y constantemente cambiante identidad: 

Sólo aquello que no es mío me interesa. La ley de los hombres. La ley del antropófago. [...] Contra todos los importadores de conciencia enlatada. La palpable existencia de la vida. La mentalidad prelógica para que el señor Levy-Bruhl estudie. [...] He preguntado a un hombre qué es la ley. Me dijo que es la garantía de ejercer la posibilidad. Su nombre era Galli Matías. Me lo tragué. [...] Antropofagia. La absorción del enemigo sagrado. Convertirlo en tótem. La aventura humana. La finalidad terrena. Empero, sólo las elites puras han conseguido la antropofagia carnal, aquella que guarda en sí misma el más alto sentido de la vida y que evita los males identificados por Freud, los demonios catequéticos [...]19  

Este concepto de antropofagia, irónico en relación con la representación europea del «instinto caribe», es bastante cercano al concepto de transculturación desarrollado en Cuba por Fernando Ortiz, algunos años después, en 1940.20 Buscando un ejemplo más reciente, cito al antropólogo brasileño Darcy Ribeiro, que en un arranque de humor brillante dijo: 

Es bastante fácil hacer una Australia: tómese a unos cuantos franceses, ingleses, irlandeses e italianos, láncelos a una isla desierta, maten entonces a los indios y hagan una Inglaterra de segunda, maldita sea, o de tercera, qué mierda. Brasil debe percatarse que eso es una mierda, que Canadá es una mierda, porque sólo repite Europa. Esto sólo para mostrar que la nuestra es una aventura en pos de una nueva humanidad, el mestizaje en cuerpo y alma. Mestizo es lo que está bien.21

La tercera idea fundadora de Nuestra América es que para poder construirla sobre fundamentos genuinos debe conferírsele conocimiento genuino. Martí de nuevo: «Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.»22 Pero para lograr esto, las ideas deben estar enraizadas en las aspiraciones de los pueblos oprimidos. «Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico.»23 Por eso Martí argumenta:  

La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.»24  

Este conocimiento ubicado, que demanda una atención continua a la identidad, a la conducta y al in-volucramiento en la vida pública, es en verdad lo que distingue a un país, no las atribuciones imperiales de niveles de civilización. Martí distingue al intelectual del hombre cuya experiencia de vida lo ha hecho sabio. Y dice: «No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.»25 

Nuestra América conlleva así un fuerte componente epistemológico. En vez de importar ideas extranjeras, uno debe buscar las realidades específicas del Continente desde una perspectiva latinoamericana. Ignorarlas o menospreciarlas ha ayudado a los tiranos a acceder al poder, y ha dado pie a la arrogancia estadunidense de cara al resto del Continente. «El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos.»26

Por tanto, un conocimiento ubicado es condición para un gobierno ubicado. Como lo expresa Martí en otra parte, uno no puede gobernar nuevos pueblos «de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada   al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india.» Y Martí añade, un poco más adelante: «Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.»27

Una cuarta idea fundadora de Nuestra América radica en que es la América de Caliban, no la de Próspero. La América de Próspero se halla al Norte pero habita también en el Sur entre aquellas elites intelectuales y políticas que rechazan las raíces indias y negras y miran hacia Europa y los Estados Unidos como modelos a imitar en sus propios países, con persianas etnocéntricas que distinguen civilización de barbarie. En particular, Martí tiene presente una de las más tempranas formulaciones sureñas de la América de Próspero, el trabajo del argentino Domingo Sarmiento titulado Facundo. Civilización y barbarie publicado en 1845.28 Es en contra de este mundo de Próspero que Andrade empuja su «instinto caribe»:  

Sin embargo no fueron los cruzados los que vinieron sino los evadidos de una civilización que ahora nos tragamos, porque somos fuertes y vengativos como los jabuti [...] No teníamos especulación, pero teníamos adivinación. Teníamos política, que es la ciencia de la distribución. Es un sistema social-planetario [...] Antes de que los portugueses descubrieran Brasil, Brasil había descubierto la felicidad.29

La quinta idea básica de Nuestra América es que su pensamiento político, lejos de ser nacionalista, es internacionalista, y está fortalecido por una actitud anticolonialista y antimperialista, dirigida contra Europa en el pasado y ahora contra los Estados Unidos. Aquellos que piensan que la globalización neoliberal, del TLCAN a la Iniciativa de las Américas y la Organización Mundial de Comercio es algo nuevo, deberían leer los reportes de Martí acerca del Congreso Panamericano de 1889-1890 y de la Comisión Monetaria Internacional Americana de 1891. He aquí uno de los comentarios de Martí sobre el Congreso Panamericano:  

Jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles: y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar tratos con el resto del mundo. De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.30  

Según Martí, las concepciones dominantes en los Estados Unidos respecto de la América Latina debían incitar a esta última a desconfiar de todos los propósitos provenientes del Norte. Enfurecido, Martí acusa:  

Creen en la necesidad, en el derecho bárbaro, como único derecho: «esto será nuestro, porque lo necesitamos». Creen en la superioridad incontrastable de «la raza anglosajona contra la raza latina». Creen en la bajeza de la raza negra, que esclavizaron ayer y vejan hoy, y de la india, que exterminan. Creen que los pueblos de Hispanoamérica están formados, principalmente, de indios y de negros.31

El hecho de que Nuestra América y la América europea estén geográficamente cerca, y la conciencia de los peligros que devienen del desequilibrio entre ambas, pronto forzaron a Nuestra América a exigir su autonomía desde un pensamiento y una práctica provenientes del Sur: «Del Norte hay que ir saliendo.»32 La visión de Martí surge de sus muchos años de exilio en Nueva York, durante los cuales trabó conocimiento cercano con «las entrañas del monstruo»: 

En el Norte no hay amparo ni raíz. En el Norte se agravan los problemas, y no existen la caridad y patriotismo que los pudieran resolver. Los hombres no aprenden aquí a amarse, ni aman el suelo donde nacen por casualidad. Aquí se ha montado una máquina más hambrienta que la que puede satisfacer el universo ahíto de productos. Aquí se ha repartido mal la tierra; y la producción desigual y monstruosa, y la inercia del suelo acaparado, dejan al país sin la salvaguardia del cultivo distribuido, que da de comer cuando no da para ganar. Aquí amontonan los ricos de una parte y los desesperados de otra. El Norte se cierra y está lleno de odio. Del Norte hay que ir saliendo.33

Sería difícil encontrar una predicción tan transparente de lo que fue el siglo europeo-americano y de la necesidad de encontrar una alternativa.

Según Martí, tal alternativa reside en una Nuestra América unificada que declare su autonomía frente a los Estados Unidos. En un texto fechado en 1894, escribe: «De nuestra sociología se sabe poco, y de esas leyes, tan precisas como esta otra: los pueblos de América son más libres y prósperos a medida que más se apartan de los Estados Unidos.»34 Más ambigua y utópica es la alternativa de Oswald de Andrade: «Queremos una revolución caribeña más grande que la Revolución Francesa. La unificación de todas las revueltas eficaces en pro de la humanidad. Sin nosotros, Europa no tendría ni su pobre declaración de los derechos del hombre.»35

En suma, para Martí el reclamo de igualdad sustenta la lucha contra la diferencia inequitativa tanto como el reclamo de la diferencia sustenta la lucha contra la igualdad inequitativa. La única legítima canibalización de la diferencia (la antropofagia de Andrade) es la de los subalternos, porque sólo a través de ésta Caliban reconoce su propia diferencia de cara a las diferencias inequitativas que le han sido impuestas. En otras palabras, la antropofagia de Andrade digiere de acuerdo con sus propias entrañas.

[...]

La contrahegemonía en el siglo xx

El siglo americano de Nuestra América fue uno cargado de posibilidades contrahegemónicas, muchas de las cuales venían de una tradición que arranca del siglo xix después de la independencia de Haití en 1804. Entre ellas, podemos contar la Revolución Mexicana de 1910; el movimiento indígena encabezado por Quintín Lamé en Colombia en 1914; el movimiento sandinista en Nicaragua en los años 20 y 30, y su triunfo en los 80; la democratización radical en Guatemala en 1944; el surgimiento del peronismo en 1946; el triunfo de la Revolución Cubana en 1959; la llegada al poder de Allende en 1970; el movimiento Sin Tierra en Brasil desde los 80, y el movimiento zapatista desde 1994.

La avasalladora mayoría de estas experiencias emancipadoras ha apuntado contra el siglo europeo-americano o, por lo menos, tenía como acicate las ideas hegemónicas y las ambiciones políticas de este último. Es un hecho que la globalización hegemónica neoliberal estadunidense, que hoy se esparce por todo el globo, tuvo su campo de entrenamiento en Nuestra América desde principios del siglo pasado. Al no permitírsele a Nuestra América ser el Nuevo Mundo con el mismo enraizamiento que la América europea, se vio forzada a ser el Mundo más Nuevo de la América europea. Este envenenado privilegio hizo de Nuestra América un campo fértil para todo tipo de experiencias emancipadoras, cosmopolitas, contrahegemónicas, tan exhilarantes como dolorosas, tan radiantes como sus promesas y tan frustrantes como sus logros.

¿Qué falló y por qué en el siglo americano de Nuestra América? Sería tonto proponer un inventario a las puertas de un futuro abierto como el nuestro. No obstante, arriesgo algunos pensamientos que, en realidad, pretenden dar cuenta más del futuro que del pasado. En primer lugar, vivir en las «entrañas del monstruo» no es tarea fácil. Permite un profundo entendimiento de la bestia, como lo demuestra Martí; pero, por otra parte, hace muy difícil salir con vida, incluso haciendo caso de la advertencia de Martí: «Del Norte hay que ir saliendo.»36 Desde mi punto de vista, Nuestra América ha estado viviendo en las entrañas del monstruo dos veces: porque comparte con la América europea el Continente que esta última considera su espacio vital y su zona de influencia privilegiada, y porque, como dice Martí, «Nuestra América es la América que trabaja».37 Por tanto, en sus relaciones con la América europea comparte todas las tensiones y penas que plagan las relaciones entre trabajadores y capitalistas. En este último sentido, Nuestra América no ha fracasado más, ni menos, que los trabajadores del mundo en su lucha contra el capital.

Un segundo pensamiento es que Nuestra América no ha tenido que luchar únicamente contra las visitas imperiales de su vecino del Norte. Este último tomó el control y se instaló en el Sur, no sólo socializando con los nativos sino asumiendo la forma de elites locales que mantienen alianzas transnacionales con los intereses estadunidenses. El Próspero sureño estaba presente en el proyecto cultural de Sarmiento, en los intereses de la burguesía agraria e industrial, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, en las dictaduras militares de los 60 y 70, en la lucha en contra de la amenaza comunista y en los drásticos ajustes estructurales neoliberales. En este sentido, Nuestra América ha tenido que vivir atrapada y dependiente de la América europea, como Caliban frente a Próspero.

Es por eso que la violencia latinoamericana ha tomado con más frecuencia la forma de una guerra civil que la de una Bahía de Cochinos.

El tercer pensamiento se refiere a la ausencia de una hegemonía en el campo contrahegemónico. Aunque el concepto de hegemonía es un instrumento crucial en la dominación de clases en las sociedades complejas, es un concepto igualmente crucial en las luchas contra dicha dominación. De entre los grupos dominados y oprimidos, alguno debía ser capaz de convertir sus particulares intereses de liberación en interés común de todos los oprimidos, tornándose así hegemónico. Gramsci, recordemos, estaba convencido de que los trabajadores constituían ese grupo. Sabemos que las cosas no ocurrieron así en el mundo capitalista, menos hoy que en los tiempos de Gramsci, y mucho menos en Nuestra América que en Europa o en la América europea. Los movimientos y luchas indígenas, de campesinos, obreros, pequeño burgueses o negros ocurrieron siempre aislados, con antagonismos entre unos y otros, sin una teoría de la traducción y sin poner en práctica los nuevos Manifiestos que ya hemos referido. Una de las debilidades de Nuestra América, bastante obvia en el trabajo de Martí, fue sobrestimar la comunidad de intereses y la posibilidad de unificación en torno a éstos. Más que unirse, Nuestra América sufrió un proceso de balcanización. Ante esta fragmentación, la unión de la América europea resultó muy eficaz; se unió en torno a la idea de una identidad nacional y un destino manifiesto: una tierra prometida a los llegados de fuera, destinada a cumplir con sus promesas a toda costa.

Mi pensamiento final se refiere al proyecto cultural de Nuestra América en sí mismo. A diferencia de lo que deseaba Martí, la universidad europea o estadunidense nunca abrió paso a la universidad americana. Ello lo atestigua el «patético bovarismo de escritores y académicos [...] que conduce a algunos latinoamericanos [...] a imaginarse como metropolitanos exilados. Para ellos, un trabajo producido en su órbita inmediata [...] merece únicamente cuando ha recibido la aprobación de la metrópoli, aprobación que les da ojos para mirarlo».38 Pese a la afirmación de Ortiz, la transculturación nunca fue total, y de hecho fue minada por las diferencias de poder entre los diferentes componentes que contribuían a ésta. Por mucho tiempo, y quizá ocurra hoy más en un momento de transculturación, desterritorializada a modo de hibridación, las cuestiones en torno a la inequidad del poder permanecen sin respuesta: ¿quién hibrida a quién y qué? ¿Con qué resultados? ¿Quién se beneficia? En el proceso de transculturación, ¿qué no fue más allá de la aculturación o del sfumato y por qué? Si en verdad la mayoría de las culturas eran invasoras, no es menos cierto que algunas invadieron como amas y otras como esclavas. Sesenta años más tarde, no es arriesgado pensar que fue exagerado el optimismo antropófago de Oswald de Andrade cuando dijo: «No vino cruzado alguno sino los evadidos de una civilización que ahora nos tragamos, porque somos fuertes y vengativos como los jabuti.»39

El siglo europeo-americano terminó triunfante, protagonizando la última encarnación del sistema-mundo capitalista: la globalización hegemónica. Por el contrario, el siglo americano de Nuestra América terminó con pena. La América Latina ha importado muchos de los males que Martí viera en las entrañas del monstruo. La enorme creatividad emancipadora que atestiguan los movimientos de Zapata y Sandino, los movimientos indígenas y campesinos, Fidel en 1959 y Allende en 1970, los movimientos sociales, el movimiento de sindicatos de ABC, los presupuestos participativos en muchas ciudades brasileñas y el actual movimiento zapatista terminaron en fracaso o encaran un futuro incierto. Esta incertidumbre crece al vislumbrarse que la polarización extrema en la distribución de la riqueza del mundo requerirá un sistema de represión mundial aún más despótico que el existente, si ha de continuar como en las últimas décadas. Con asombrosa previsión, en 1979 Darcy Ribeiro escribió: «Los medios de represión requeridos para mantener este sistema amenazan con imponerles a los pueblos regímenes despóticos y rígidos sin paralelo en la historia de la iniquidad.»40 No es sorpresa que el clima político y social de la América Latina haya sido invadido en las últimas décadas por una ola de razonamiento cínico y pesimismo cultural, irreconocible desde el punto de vista de Nuestra América.

Posibilidades contrahegemónicas para el siglo xxi

A la luz de lo anterior, debemos cuestionar si en verdad Nuestra América tiene las condiciones para continuar simbolizando la voluntad utopista de emancipación y globalización contrahegemónica, que se basa en la mutua relación de equidad y diferencia. Mi respuesta es positiva pero depende de la condición siguiente: Nuestra América debe desterritorializarse y convertirse en la metáfora de la lucha que emprenden las víctimas de la globalización hegemónica por todas partes, sea el Norte, el Sur, Oriente u Occidente. Si revisamos las ideas fundadoras de Nuestra América, observamos que en las últimas décadas se han creado las condiciones para que estas ideas florezcan en otras partes del mundo. Examinemos algunas de ellas. Primero, el incremento exponencial de interacciones transfronterizas –de emigrantes, estudiantes, refugiados, ejecutivos y turistas– está propiciando nuevas formas de mestizaje, antropofagia y transculturación por todo el mundo, que se vuelve cada vez más un mundo de invasores escindidos de un origen que nunca tuvieron, o de uno en el cual su experiencia era estar invadidos. Al distanciarnos del primer siglo de Nuestra América, con su posmodernismo celebratorio, debemos prestar más atención al poder que ejerce cada uno de los participantes en el proceso de mestizaje. Las iniquidades subyacentes nos muestran que ocurrieron perversiones en la política de la diferencia (el reconocimiento se tornó una forma de desconocimiento) y en la política de la equidad (la redistribución acabó por convertirse en una forma de paliativo a los pobres como el que promueven el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional).

Segundo, el resurgimiento del racismo en el Norte parece preparar una agresiva defensa contra la construcción imparable de múltiples pequeñas humanidades como las invocadas por Bolívar, donde las razas se cruzan e interpenetran en los márgenes de la represión y la discriminación. Así como el cubano, en voz de Martí, podía proclamar que era más que negro, mulato o blanco, así el sudafricano, el mozambiqueño, el neoyorquino, el parisino, el londinense pueden proclamar que son más que negro, blanco, mulato, hindi, kurdo, árabe, etcétera.

Tercero, la demanda de producir o mantener un conocimiento ubicado o contextualizado es hoy un reclamo global en contra de la ignorancia y el silenciamiento producidos por la ciencia moderna tal como la utiliza la globalización hegemónica. Este aspecto epistemológico obtuvo enorme relevancia en tiempos recientes con los nuevos desarrollos de la biotecnología y la ingeniería genética, y la consecuente lucha por defender la biodiversidad de la piratería. En este ámbito, la América Latina, uno de los mayores depositarios de biodiversidad, continúa siendo el hogar de Nuestra América, pero en África y Asia otros países están en esta posición.

Cuarto, conforme se profundiza la globalización hegemónica, las «entrañas del monstruo» quedan más cerca de otros pueblos en otros continentes. Este efecto de cercanía lo produce hoy el capitalismo de la información y la comunicación, así como la sociedad de consumo. En ellos se multiplican los amarres del razonamiento cínico y el impulso poscolonial. No asoma en el horizonte internacionalismo contrahegemónico alguno, pero algunos internacionalismos caóticos y fragmentarios se han vuelto parte de lo cotidiano. En una palabra, la nueva Nuestra América cuenta hoy con las condiciones para globalizarse y proponer, a la vieja y localizada Nuestra América, nuevas alianzas emancipadoras.

La naturaleza contrahegemónica de Nuestra América yace en su potencial para desarrollar una cultura política transnacional progresista. Dicha cultura política se concentrará en: 1) identificar los múltiples vínculos locales/globales entre luchas, movimientos e iniciativas; 2) promover choques entre tendencias y presiones de globalización hegemónica, por un lado, y las coaliciones transnacionales que resisten contra ellas, abriendo así la posibilidad de que ocurran globalizaciones contrahegemónicas; 3) promover autorreflexión interna y externa para que las formas de redistribución y reconocimiento establecidas entre los movimientos reflejen las formas de redistribución y reconocimiento que la subpolítica emancipadora transnacional quiere ver instrumentadas en el mundo.

Hacia nuevos Manifiestos

En 1998, el Manifiesto comunista celebró su 150 aniversario. El Manifiesto es uno de los textos clave de la modernidad occidental. En pocas páginas y con claridad insuperable, Marx y Engels lograron una visión global de la sociedad de su propio tiempo, una teoría general del desarrollo histórico y un programa político de corto y largo plazo. El Manifiesto es un documento eurocéntrico que transmite una fe inquebrantable en el progreso, aclama a la burguesía como la clase revolucionaria que lo hizo posible y en la misma línea profetiza la derrota de la burguesía ante el proletariado como clase emergente capaz de dar continuidad al progreso más allá de los límites burgueses.

Algunos de los asuntos, análisis y propuestas incluidos en el Manifiesto son todavía actuales. ¿Quién no reconocería en el siguiente pasaje una descripción precisa de lo que hoy designamos como globalización hegemónica? 

A través de su explotación en el mercado mundial, la burguesía le ha conferido un carácter cosmopolita a la producción y al consumo en todos los países. Para gran mortificación de los reaccionarios, le ha movido a la industria el piso nacional en el que se hallaba. Todas las industrias nacionales establecidas de antaño han sido destruidas o están siendo destruidas y son desplazadas por industrias nuevas, cuya introducción es un asunto de vida o muerte para las naciones civilizadas; son industrias que ya no ocupan materia prima de la localidad sino materia prima de las más remotas zonas; industrias cuyos productos se consumen, ya no sólo en casa, sino en cualquier rincón del globo. En lugar de las viejas necesidades, satisfechas por la producción del país, hallamos nuevas necesidades, que requieren ser satisfechas con productos que vienen de tierras y climas lejanos. En vez del viejo encierro o la autosuficiencia local o nacional, tenemos intercambios en toda dirección, una interdependencia universal de las naciones.41 

Sin embargo, las profecías de Marx nunca se cumplieron. El capitalismo no sucumbió a manos de los enemigos que creó él mismo, y la alternativa comunista fracasó rotundamente. El capitalismo se globalizó mucho más eficazmente que el movimiento proletario, y los logros de este último, sobre todo en los países más desarrollados, consistieron en humanizar al capitalismo, más que derrotarlo.

No obstante, los males sociales denunciados por el Manifiesto son hoy día tan graves como entonces. El progreso alcanzado desde entonces ha ido de la mano con guerras que han asesinado y continúan matando a millones de personas; la brecha entre ricos y pobres nunca fue tan ancha como ahora. Si encaramos dicha realidad, es necesario crear las condiciones para que emerjan no uno sino muchos nuevos Manifiestos con potencial para movilizar a todas las fuerzas progresistas del mundo. Por fuerzas progresistas entiéndase todas aquellas irreconciliables con la difusión del fascismo societario –al cual no se le juzga inevitable– y que como tales continúan luchando en pos de alternativas. La complejidad del mundo contemporáneo y la visibilidad creciente de la vasta diversidad e iniquidad hacen imposible la traducción de principios de acción en un manifiesto único. Por tanto, tengo en mente varios manifiestos, cada uno de los cuales abre posibles senderos hacia una sociedad alternativa que enfrente al fascismo societario.

Es más, a diferencia del Manifiesto comunista, los nuevos manifiestos no serán el logro de científicos particulares que observen el mundo desde una perspectiva privilegiada y única. En cambio, serán mucho más multiculturales, estarán en deuda con diferentes paradigmas de conocimiento y emergerán, en virtud de la traducción, como redes y mestizaje, en «conversaciones de humanidad» (como dijera John Dewey), involucrando a científicos sociales y activistas comprometidos en luchas sociales por todo el mundo.

Los nuevos Manifiestos deberán enfocarse sobre aquellos tópicos y alternativas que conlleven más potencial para construir globalizaciones contrahegemónicas en las próximas décadas. Desde mi punto de vista, son cinco las áreas más importantes en este respecto. De acuerdo con cada una de ellas, Nuestra América proporciona un vasto campo de experiencia histórica, emergiendo así como espacio privilegiado desde el cual confrontar los retos planteados por la cultura política transnacional emergente.

Democracia participativa

Junto con el modelo hegemónico de democracia (la representativa y liberal), siempre han coexistido otros modelos subalternos, no importa qué tan marginados o desacreditados estén. Vivimos en tiempos paradójicos: en el mismo momento en que la democracia liberal obtiene sus triunfos más convincentes por todo el planeta, se torna menos creíble y convincente, no sólo en los países de «nueva frontera» sino en aquellos donde tiene sus más profundas raíces. Las crisis gemelas de la representación y la participación son los síntomas más visibles de dicho déficit de credibilidad y, en última instancia, de legitimidad. Por otra parte, las comunidades locales, regionales y nacionales en diferentes partes del mundo emprenden experimentos e iniciativas democráticas basados en modelos alternativos de democracia, en los que las tensiones entre democracia y capitalismo, entre redistribución y reconocimiento, se avivan y se convierten en la energía positiva que respalda pactos sociales más justos y abarcadores, no importa qué tan circunscritos sean por el momento.42 En algunos países de África, la América Latina y Asia se están revisando las formas tradicionales de autoridad y autogobierno, y se explora la posibilidad de que se transformen internamente y se articulen con otras formas de gobierno democrático.

Sistemas alternativos de producción

Una economía de mercado es un curso posible y, dentro de ciertos límites, incluso deseable. Por el contrario, una sociedad de mercado es imposible y, si lo fuera, sería moralmente repugnante, ingobernable incluso: nada menos que fascismo societario. Una posible respuesta a éste son los sistemas alternativos de producción. Las discusiones en torno a la globalización contrahegemónica tienden a enfocarse sobre iniciativas sociales, políticas y culturales, y rara vez se centran en las campañas económicas, es decir, en las iniciativas locales/globales que implican una producción y una distribución no capitalistas de bienes y servicios, sea en escenarios rurales o urbanos: las cooperativas, las mutualidades, los sistemas de crédito, el cultivo de la tierra invadida por campesinos sin tierra, los sistemas acuáticos sustentables y las comunidades pesqueras, la forestería ecológica, etc. En estas iniciativas, los vínculos locales/globales son más difíciles de establecer, sobre todo porque confrontan más directamente –no sólo a nivel de la producción sino también a nivel de la distribución– la lógica del capitalismo global que está detrás de la globalización hegemónica. Otra faceta importante de los sistemas alternativos de producción es que nunca son exclusivamente económicos en su naturaleza. Movilizan recursos culturales y sociales en tal forma que impiden la reducción del valor social a un precio de mercado.

Justicias y ciudadanías multiculturales emancipadoras

La crisis de la modernidad occidental ha demostrado que el fracaso de los proyectos progresistas –los que tienen que ver con el mejoramiento de las expectativas y las condiciones de vida de los grupos subordinados dentro y fuera del mundo occidental– se debe en parte a una falta de legitimidad cultural. Esto priva incluso en los movimientos por los derechos humanos, dado que la universalidad de los derechos humanos no puede darse por sentada.43 La idea de la dignidad humana puede formularse en diferentes «lenguajes». En vez de suprimir dichas diferencias en nombre de los universalismos postulados, deben traducirse para hacerlas mutuamente inteligibles mediante lo que denomino hermenéutica diatópica. Entiendo esta última como la interpretación de preocupaciones isomórficas de diferentes culturas, algo que pueden llevar a cabo antagonistas capaces y deseosos de argumentar con un pie en una y otra culturas.44

Dado que la construcción de las naciones modernas se consiguió las más de las veces vapuleando la identidad cultural y nacional de las minorías (y en ocasiones la de las mayorías), el reconocimiento de un multiculturalismo y una multinacionalidad entraña la aspiración a la autodeterminación, es decir, la tendencia hacia reconocimientos equitativos y equidades diferenciadas. El caso de los pueblos indígenas es la cima de este punto. Pese a que toda cultura es relativa, el relativismo es incorrecto como punto de partida filosófico. Es importante entonces desarrollar criterios (¿transculturales?) para distinguir las formas emancipadoras de multiculturalismo y autodeterminación de las formas regresivas.

La aspiración de multiculturalismo y autodeterminación asume con frecuencia la forma de una lucha por la justicia y la ciudadanía. Implica el reclamo de formas alternativas de justicia y derecho, de nuevos regímenes de ciudadanía. La pluralidad de órdenes legales, que se han hecho visibles con la crisis del Estado-nación, conlleva, explícita o implícitamente, la idea de ciudadanías múltiples que convivan en el mismo campo geopolítico y, por tanto, la idea de la existencia de ciudadanos de primera, segunda o tercera clases. No obstante, los órdenes legales no estatales pueden ser el embrión de esferas públicas no estatales y la base institucional de la autodeterminación, como es el caso de la justicia entre los indígenas: formas de justicia popular, local, informal, comunitaria, que son parte del conjunto de luchas e iniciativas que se aplican a las tres áreas ya mencionadas. A modo de ejemplo, citemos aquellas formas de justicia popular o comunitaria, que son un componente central de las iniciativas de democracia participativa; la justicia indígena como componente integral de la autodeterminación y la conservación de la biodiversidad. El concepto de «ciudadanía multicultural»45 es el lugar privilegiado sobre el cual puede asentarse la relación mutua entre redis-tribución y reconocimiento que he intentado impulsar en este texto.

Biodiversidad, saberes rivales y derechos de propiedad intelectual

Debido al avance de las ciencias de la vida, la biotecnología y la microelectrónica en las últimas décadas, la biodiversidad se ha convertido en el más precioso y buscado «recurso natural». Para las firmas farmacéuticas y de biotecnología, la biodiversidad crece como corazón del más espectacular y rentable desarrollo de nuevos productos en los años venideros.

En su mayor parte, la biodiversidad ocurre principalmente en el llamado tercer mundo, y es predominante en los territorios históricamente poseídos u ocupados de antaño por los pueblos indígenas. Conforme los países desarrollados tecnológicamente intentan extender a la biodiversidad los derechos de propiedad intelectual y las leyes de patente, algunos países periféricos, algunos grupos de pueblos indígenas y las redes transnacionales de apoyo a su causa intentan garantizar la conservación y la reproducción de la diversidad buscando que se otorgue un estatus de protección especial a los territorios, formas de vida y saberes tradicionales de las comunidades indígenas y campesinas. Cada día es más evidente que las nuevas desavenencias entre el Norte y el Sur se centrarán en la cuestión del acceso a la biodiversidad a escala global.

Aunque todas las áreas mencionadas ponen de manifiesto una cuestión epistemológica, ya que reclaman la validez de saberes descartados por el conocimiento científico hegemónico, la biodiversidad es probablemente el punto donde el choque entre saberes rivales será más evidente y eventualmente más desigual y violento. En esto, la equidad y la diferencia construyen bloques a partir de nuevos reclamos epistemológicos mestizos.

Nuevo internacionalismo laboral

Es bien sabido que el internacionalismo laboral fue una de las predicciones menos cumplidas del Manifiesto comunista. El capital se globalizó a sí mismo, el movimiento obrero no lo ha logrado. El movimiento obrero se organizó a nivel local y, cuando menos en los países centrales, se hizo cada vez más dependiente del Estado benefactor. Es cierto que en nuestro siglo los lazos y las organizaciones internacionales mantuvieron viva la idea del internacionalismo laboral, pero fueron presa de la Guerra Fría y su suerte fue la de ésta.

En el período de la posguerra fría y como respuesta a los más agresivos asaltos de la globalización hegemónica, han emergido nuevas aunque precarias formas de internacionalismo laboral: el debate sobre las normas laborales, los intercambios, los acuerdos e, incluso, la congregación institucional entre sindicatos obreros de distintos países que integran el mismo bloque económico regional (TLCAN, la Unión Europea, el Mercosur), la articulación de las luchas, reclamos y demandas de los diferentes sindicatos que representan a los trabajadores que laboran para la misma corporación multinacional en diversos países, etcétera.

El nuevo internacionalismo laboral confronta la lógica del capitalismo global en su terreno más privilegiado –la economía– aún más frontalmente que los sistemas alternativos de producción. Su éxito depende de los lazos «extraeconómicos» que sea capaz de construir con las luchas agrupadas en torno a las cinco áreas. Tales lazos serán cruciales para transformar la política de la equidad, que dominó al viejo internacionalismo laboral, en una nueva mezcla política y cultural de equidad y diferencia.

Ninguna de estas áreas o iniciativas temáticas, tomadas por separado, logrará impulsar la subpolítica emancipadora transnacional o la globalización con-trahegemónica. Para tener éxito, sus preocupaciones emancipadoras deben traducirse y convertirse en redes, expandirse hacia movimientos híbridos socialmente, pero políticamente nivelados.

A principios de siglo, lo que está en juego en términos políticos es la reinvención del Estado y de la sociedad civil en tal forma que el fascismo societario se desvanezca como futuro factible. Esto se tendrá que lograr mediante la proliferación de esferas públicas locales/globales donde los Estados-naciones sean socios importantes, pero ya no los dispensadores exclusivos de legitimidad o hegemonía.

Conclusión: ¿de qué lado estás, Ariel?

A partir de un análisis de Nuestra América como punto de vista subalterno del continente americano a lo largo del siglo xx, he identificado su potencial contrahegemónico y he indicado algunas de las razones que le impidieron alcanzar sus fines. Al revisar la trayectoria histórica de Nuestra América y su conciencia cultural, el ethos barroco, he reconstruido las formas de sociabilidad y subjetividad que podrían ser capaces de afrontar los retos impuestos por las globalizaciones contrahegemónicas. La expansión simbólica que fue posible gracias a la interpretación simbólica de Nuestra América permitió ubicar a esta última como un programa para la nueva política transnacional necesaria en los nuevos siglo y milenio. Los reclamos normativos de esta cultura política echan sus raíces en las experiencias de la gente por la que habla Nuestra América. Tales reclamos, embrionarios e intersticiales si se quiere, apuntan hacia un nuevo tipo de «ley natural»: una ley cosmopolita, ubicada, contextualizada, poscolonial, multicultural y de base.

El hecho de que las cinco áreas seleccionadas como campo de pruebas y ámbitos de acción de esta nueva cultura política tengan raíces profundas en la América Latina justifica la difusión de la idea de Nuestra América, propuesta en este texto, desde un punto de vista histórico y político. Sin embargo, para no repetir las frustraciones del último siglo, esta expansión simbólica debe ir un paso más allá, para incluir al tropo más negado de la mitología de Nuestra América: Ariel, el espíritu del aire en La tempestad, de Shakespeare. Como Caliban, Ariel es el esclavo de Próspero. Sin embargo, además de no ser deforme como Caliban, recibe mucho mejor trato por parte de Próspero, quien le promete la libertad si le sirve fielmente. Hemos visto que Nuestra América se ha visto a sí misma casi siempre como Caliban, manteniendo una constante y desigual lucha contra su amo. Así es como la ven Andrade, Aimé Césaire, Kamau Brathwaite, George Lamming, Retamar y muchos otros.46 Ésta es la visión dominante, pero no es la única. Por ejemplo, en 1898 el escritor franco-argentino Paul Groussac habló de la necesidad de defender la vieja civilización europea y latinoamericana en contra del «yanqui calibanesco».47 Por otra parte, la ambigua figura de Ariel ha inspirado varias interpretaciones. En 1900, el escritor José Enrique Rodó publicó su propio Ariel, donde identifica a la América Latina con Ariel, mientras los Estados Unidos quedan caracterizados implícitamente como Caliban. En 1935, el argentino Aníbal Ponce ve en Ariel al intelectual, atado a Próspero de manera menos brutal que Caliban, pero no obstante a su servicio, más de acuerdo con el modo en que el humanismo renacentista concebía a los intelectuales: una mezcla de esclavo y mercenario, indiferente a la acción y conformista al encarar el orden establecido.48 Éste es el intelectual Ariel, reinventado por Aimé Césaire en su obra de fines de la década de 1960: Une tempête: Adaptation de La tempête de Shakespeare pour un théâtre nègre. Convertido en mulato, Ariel es el intelectual que está en crisis permanentemente.

Dicho esto, sugiero que es el momento de darle una nueva identificación simbólica a Ariel y valorar qué tanto uso puede tener en la exaltación del ideal emancipador de Nuestra América. Concluiré, por tanto, presentando a Ariel como un ángel barroco que sufre tres transfiguraciones.

La primera es su transfiguración en Ariel, el mulato de Césaire. En contra del racismo y la xenofobia, Ariel representa la transculturación y el multiculturalismo, mestizaje en cuerpo y alma, como diría Darcy Ribeiro. En este mestizaje se inscribe la posibilidad de una tolerancia interracial y un diálogo intercultural. El mulato Ariel es la metáfora de una posible síntesis entre reconocimiento y equidad.

La segunda transfiguración es el intelectual de Gramsci, que ejerce la autorreflexión para conocer de qué lado está y en qué puede servir. Este Ariel está sin duda del lado de Caliban, del lado de los pueblos y grupos oprimidos del mundo, y mantiene una vigilancia epistemológica constante y política de sí mismo para no hacerse inútil o contraproducente. Este Ariel es un intelectual entrenado en la universidad de Martí.

La tercera y última transfiguración es más compleja. Como mulato y como intelectual orgánico, Ariel es una figura de intermediación. Pese a las más recientes transformaciones de la economía mundial, pienso que hay países (o regiones y sectores) de desarrollo medio que cumplen una función de intermediación entre el centro y la periferia del sistema-mundo. Son especialmente importantes países como Brasil, México e India. Los dos primeros no reconocieron su carácter pluriétnico y multicultural sino hasta finales del siglo xx. Dicho reconocimiento llegó al final de un doloroso proceso histórico donde la supresión de la diferencia –y no la apertura de un espacio de igualdad republicana– condujo a formas muy abyectas de iniquidad (en Brasil, por ejemplo, esto ocurrió con la «democracia racial»; en México con el «asimilacionismo» y la visión del mestizo como «raza cósmica»). Como el Ariel de la obra de Shakespeare, en vez de unirse entre ellos y con muchas otras naciones calibanes, estos países de intermediación utilizan su peso económico y poblacional para tratar de obtener un trato privilegiado por parte de Próspero. Actúan solos esperando maximizar sus posibilidades para ellos mismos.

Como lo he argumentado en este texto, el potencial de sus poblaciones, que les permitiría comprometerse con una subpolítica emancipadora transnacional y con las globalizaciones contrahegemónicas, depende de su capacidad para transfigurarse en un Ariel que sea ine-quívocamente solidario con Caliban. En esta transfiguración simbólica reside la tarea política más importante de las siguientes décadas. De ellos depende la posibilidad de un segundo siglo de Nuestra América que tenga más logros que el primero.

 

 

Tomado de Chiapas (www.ezln.org/revistachiapas), en cuya entrega 12 se publicó bajo el título de «Nuestra América. Reinventando un paradigma  subalterno de reconocimiento y redistribución».

Traducción del portugués por Ramón Vera Herrera

 

1 Puede ahondarse más en las relaciones entre el papa y los señores feudales en torno a las Cruzadas consultando a Edward Gibbon: The Decline and Fall of the Roman Empire, vol. 6, Londres, 1928.

2 Cf. Boaventura de Sousa Santos: Reinventar a democracia, Lisboa, 1998.

3 Cf. Joseph Schumpeter: Capitalism, Socialism and Democracy, 3ª ed., Nueva York, 1962 (1942); y Karl Polanyi: The Great Transformation, Boston, 1963 (1944).

4 Sobre la segunda sección, no incluida en los presentes fragmentos, el autor señala que en ella analiza «el ethos barroco, concebido como el arquetipo cultural de la subjetividad y la sociabilidad de Nuestra América». [N. de la R.]  

5 Muchas perspectivas diferentes convergen en esto: cf. Roland Robertson: Globalization, Londres, 1992; Arturo Escobar: Encountering Development. The Making and Unmaking of the Third World, Princeton, 1995; Manuel Castells: The Rise of the Network Society, Cambridge, 1996; Jerry Mander y Edward Goldsmith: The Case Against the Global Economy. And for Turn toward the Local, San Francisco, 1996; Terence Hop-kins e Immanuel Wallerstein: The Age of Transition. Trajectory of the World-System 1945-2025, Nueva Jersey, 1996; George Ritzer: The Macdonalization of Society, edición revisada, Thousand Oaks, 1996.

6 Cf. Jerry Mander y Edward Goldsmith: Op. cit. (en n. 5), p. 18.

7 Richard Douthwaite: «Is It Impossible to Build a Sustainable World?», Ronald Munck y Dennis O’Hearn (comps.): Critical Development Theory. Contributions to a New Paradigm, Londres, 1999, p. 171.

8 Cf. Boaventura de Sousa Santos: Toward a New Common Sense. Law, Science and Politics in the Paradigmatic Transition, Nueva York, 1995, pp. 252-277.

9 Cf. Pablo González Casanova: «The Theory of the Rain Forest against Neoliberalism and for Humanity», Thesis Eleven, No. 53, 1998; Margaret Keck y Kathyn Sikkink: Activists Beyond Borders. Advocacy Networks in International Politics, Itaca, 1998; Sidney Tarrow: Power in Movement. Social Movements and Contention Politics, Cambridge, 1999; Peter Evans: «Fighting Marginalization with Transnation Networks. Counter-hegemonic Globalization», Contemporary Sociology, No. 29, enero de 2000; Alison Brysk: From Tribal Village to Global Village. Indian Rights and International Relations in Latin America, Stanford, 2000.

10 Scott Lash: Another Modernity, a Different Rationality, Oxford, 1999.

11 Boaventura de Sousa Santos: «On Oppositional Postmodernism», Ronald Munck y Dennis O’Hearn (comps.): Critical Development Theory. Contributions to a New Paradigm, Londres, 1999.

12 Una brillante excepción es el ensayo de Montaigne sobre «Los caníbales» (1580), escrito al inicio de la modernidad eurocéntrica. Cf. Michel de Montaigne: Essays, Harmondsworth, 1958.

13 Roberto Fernández Retamar: Caliban and Other Essays, Minneapolis, 1989, p. 28.

14 Boaventura de Sousa Santos: Reinventar a democracia, Lisboa, 1998, pp. 121-139.

15 Scott Lash: Op. cit. (en n. 10).

16 Roberto Fernández Retamar: Op. cit. (en n. 13), p. 20.

17 José Martí: Obras completas, La Habana, 1975, t. 8, pp. 337 y 299, respectivamente.

18 José Martí: O.C., t. 6, p. 22.

19 Oswald de Andrade: A utopia antropofágica, São Paulo, 1990, pp. 47-51.

20 Fernando Ortiz: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, Barcelona, 1973.

21 Darcy Ribeiro: Mestiço é que é bom, Río de Janeiro, 1996, p. 104.

22 José Martí: O.C., t. 6, p. 16.

23 Ibidem, p. 17.

24 Ibidem, p. 18.

25 Ibidem, p. 17.

26 José Martí: O.C., t. 6, p. 22.

27 Ibidem, p. 21.

28 Domingo Sarmiento: Facundo. Civilización y barbarie, México, D.F., 1966.

29 Oswald de Andrade: Op. cit. (en n. 19), pp. 47-51.

30 José Martí: O.C., t. 6, pp. 4-6.

31 José Martí: O.C., t. 6, p. 160.

32 José Martí: O.C., t. 2, p. 367-368.

33 Idem.

34 José Martí: O.C., t. 6, p. 26-27.

35 Oswald de Andrade: Op. cit. (en n. 19), pp. 48.

36 José Martí: O.C., t. 2, p. 368.

37 José Martí: O.C., t. 6, p. 23.

38 Roberto Fernández Retamar: Op. cit. (en n. 13), p. 82.

39 Oswald de Andrade: Op. cit. (en n. 19), pp. 50.

40 Darcy Ribeiro: Ensaios insólitos, Porto Alegre, 1979, p. 40.

41 Carlos Marx: «The Communist Manifesto», The Revolution of 1848. Political Writings, vol. 1, Londres, 1973, p. 71.

42 He estudiado los presupuestos participativos en la ciudad de Porto Alegre. Cf. Boaventura de Sousa Santos: «Participatory Budgeting in Porto Alegre: Toward a Redistributive Democracy», Politics & Society, No. 26, abril de 1998.

            43 Boaventura de Sousa Santos: «Towards a Multicultural Conception of Human Rights», Mike Featherstone y Scott Lash (comps.): Spaces of Culture: City, Nation, World, Londres, 1999, pp. 214-29.

44 Boaventura de Sousa Santos: Op. cit. (en n. , pp. 340-342.

45 Will Kymlicka: Multicultural Citizenship, Oxford, 1995.

46 Roberto Fernández Retamar: Op. cit. (en n. 13), p. 13.

47      Ibidem, p. 10.

48      48 Ibidem, p. 12.

 
 
 
 
 
 
 
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